Así Murieron los Caudillos

Los Asesinatos de Madero, Zapata, Villa, Carranza y Obregón

Libro Tercero: Villa. Capítulo I

J. H. Taméz, Derechos Reservados Exclusivos de Excélsior

Primera de once partes

Año 1890... El más humilde jacal del Rancho de Río Grande está de luto.
Ha muerto Agustín Arango, el viejo campesino, madrugador y cumplido, que acostumbraba levantarse antes que cantara el primer gallo, para entregarse al cultivo de la tierra "desde que Dios amanecía hasta que Dios anochecía".
No hay crespones ni coronas de flores, porque el difunto era "probe de nacencia". Y la mujer y los hijos del viejo labrador sólo pueden tributar a su memoria conmovedores sollozos que van a perderse en el silencio y la soledad de la llanura.
Agustín Arango había nacido en la ruda cuna de la campiña y murió pegado al surco, haciéndolo fructificar con el fatigoso sudor de la frente. Jefe de modesta, pero honrada familia, ha dejado en la viudez a Micaela Arámbula, su abnegada y sufrida compañera, y en la orfandad a cinco hijos: Doroteo, Antonio, Hipólito, Mariana y Martina de 15 años el mayor, y de 8 la menor.
Cuatro míseras velas de sebo, colocadas a la cabeza y los pies del difunto que yace tendido sobre ruinoso camastro, parecen sostener doloroso diálogo con las tenues veladoras que, colgadas de la pared, alumbran una imagen de la virgen Morena.
Mariana y Martina lloran la muerte del padre, en tanto que la desdichada Micaela, sobreponiéndose a la pena, trata de consolar a sus pequeñas hijas. Pero el dolor la traiciona y se le escapan las lágrimas. A la puerta del solitario jacal, los tres hijos del difunto, comentan, acongojados, la pérdida que no se repara.
Se nos fue el Tata, balbucea Hipólito, el más pequeño de los hermanos. ¡Ya no tenemos quién nos defienda!
Lo tumbó el dolor de vernos tan pobres, observa Antonio.
Era mucho lo que tenía que trabajar el viejo, comenta Doroteo.

Llega el Patrón

A lo lejos, en la llanura, se escucha el relinchar de algún corcel que galopa rumbo al jacal de los Arango, montado por el patrón, el poderoso don Agustín López Negrete.
El jinete se apea frente a la casucha.
¿Qué ocurre, muchachos? ¿Por qué tan compungidos?
Se murió papá, contesta Hipólito.
¡Ya estaba viejo!, responde el amo. Entiérrenlo en cualquier parte del Rancho y mándenme a Mariana y Martina para que arreglen la casa. Así podrán ganarse la vida honradamente...
¡Eso no, don Agustín, protesta Doroteo. ¡Yo ya soy bastante hombre para hacerme cargo de ellas, de mi madre y de mis hermanos!
¡Debías ser agradecido y menos altanero...!
Mete espuelas al caballo y se aleja a galope.
Los funerales de Agustín Arango son bien sencillos. Colocado su cadáver en un ataúd hecho de burdos tablones por los hijos del difunto, es llevado en hombros por Doroteo, Antonio y dos personas amigos de la familia.
Siguen al féretro doña Micaela, las pequeñas Mariana y Martina, e Hipólito. Atrás de ellos, a paso lento, el fiel "Lobo": en la tristeza de sus ojos se adivina que sabe que el buen amo ya no le hablará más.
Van en busca de un lugar donde cavar una fosa, allí sepultan al viejo madrugador y cumplido que murió pegado al surco.

Doroteo, jefe de familia

Doroteo Arango quedó al frente de la familia.
A falta de escuela, apenas aprendió a leer, pero en cambio la vida del campo lo hizo fuerte y ágil. Fue arriero y caporal. Andando el tiempo, se convirtió en estupendo jinete y en magnífico tirador. Conocía bien el manejo de las armas.
Pasaron cuatro años de penuria y de grandes sufrimientos para la familia Arango, hasta que Doroteo logró trabajar como "mediero" con los señores López Negrete.
Se mudó con su madre y hermanas a la Hacienda de Cogojito, en la municipalidad de Canatlán, Durango. Martina sólo llegaba a los 12.
Un día el 22 de septiembre de 1894, venía Doroteo de la labor donde trabajaba, rumbo a la casa materna, distrayéndose en cortar la yerba del camino, cuando con azoro presenció algo inesperado.

El Patrón herido

Doña Micaela, en actitud suplican te, abrazaba fuertemente a Martina, tratando de protegerla del patrón, que pretendía llevársela.
Señor gritaba aterrada doña Micaela retírese de mi casa. ¿Por qué quiere llevarse a mi hija?
Sin ser visto ni pronunciar palabra, Doroteo corrió, enloquecido por la furia, hasta la habitación de su primo Reinaldo Franco, descolgó la pistola que pendía de una estaca elevada en la pared, volvió hasta donde se encontraban madre y hermana y atacó a balazos a Agustín López Negrete, que cayó a tierra, herido gravemente.
¡No maten a ese muchacho!, ordenó don Agustín a los mozos armados que acudieron en su auxilio. Llévenme pronto a casa para que me atienda un médico. ¡La justicia le dará su merecido!
Ante la actitud resuelta de Doroteo, que parecía dispuesto a todo, los mozos optaron por obedecer la orden del patrón, y en silla de manos condujeron a éste a un carruaje que tomó el camino de la casa grandes de los López Negrete, situada en la Hacienda de Santa Isabel de Berros.

Doroteo escapa

Doroteo conocía muy bien los alcances de la "justicia" porfiriana y los brutales métodos que seguían los funcionarios del régimen dictatorial para aplicarla despiadadamente a la gente del pueblo.
No perdió tiempo. Montó su caballo y se fue a buscar refugio en la Sierra de la Silla, cercana a la Hacienda de Cogojito, en tanto que, por temor a las inevitables represalias, pidió a su madre que se mudara con las muchachas al pueblo de Río Grande.
En efecto, la "justicia" lo persiguió encarnizadamente.
En todos los distritos del estado de Durango se le señaló como un "criminal peligroso" y se ordenó a las autoridades civiles, militares y policiacas la aprehensión de Doroteo Arango... ¡Vivo o muerto!
Doroteo se convirtió en fugitivo, perseguido como "perro del mal" por todos los empistolados de las autoridades del estado de Durango.
Pasaba el tiempo huyendo de un lado a otro, de la Sierra de la Silla a la de Gamón, temeroso de ser aprehendido. En verano dormía a campo raso y en invierno se refugiaba en las cuevas para protegerse del frío.
Se alimentaba con la carne de los animales que lograba atrapar: pájaros, liebres, algún venado. Asaba las carnes y las comía sin sal. Jamás se acercaba a algún pueblo por el temor de ser descubierto.
Acabó sin ropa y sin zapatos. Vestía una camisa y unos pantalones andrajosos y andaba descalzo por el monte, a salto de mata, esquivando espinas y matorrales.

Aprehendido

Cierto día, cuando estaba tirado sobre la yerba para mitigar la fatiga y engañar al estómago, lo sorprendieron tres hombres armados con rifles, quienes, con lujo de crueldad lo aprehendieron y lo encerraron en el pestilente calabozo de la cárcel de San Juan del Río.
Al enterarse las autoridades de que el detenido era nada menos que Doroteo Arango, inmediatamente iniciaron los trámites para "juzgarlo", acusado del ataque perpetrado en la persona de don Agustín López Negrete, y de otros delitos que le achacaron.
Sólo faltaba cumplir con algunas "formalidades" para enviarlo al paredón.
Buscando la manera de humillarlo, una mañana los carceleros lo sacaron del calabozo y le ordenaron que al igual que las presas, moliera el nixtamal de un barril. Usando como arma la "mano" del metate que habían colocado al lado del barril, Doroteo se arrojó sobre sus guardianes, los derribó a golpes, mató a uno de ellos y escapó de la cárcel.
Cuando el jefe policiaco del lugar se enteró de la fuga, Doroteo ya se había trepado al cerro de los Remedios. Era demasiado tarde para darle alcance. Al bajar al río encontró un potro bruto, lo sujetó por las orejas, lo montó en "pelo" y emprendió vertiginosa carrera, ayudado por sus recias rodillas y el acicate de sus talones.

Surge Pancho Villa

A dos leguas de distancia de San Juan del Río, se apeó del potro, que ya no podía con su alma, y lo dejó ir. A buen paso se dirigió a la casa materna que estaba cerca. Tanto doña Micaela como Mariana y Martina lo recibieron cariñosamente, proporcionándole ropa limpia y zapatos, acciones que Doroteo mucho agradeció.
Ya tuve el gusto de verla, madrecita... Me voy porque la gente del gobierno me persigue y siento que me van a agarrar.
Tan siquiera quédate a comer, hijo, lo que te han preparado tus hermanas.
Como usted disponga, madrecita...
Además, dijo doña Micaela quiero hablar contigo a solas para cumplir un encargo que me hizo tu padre poco antes de morir...
Se acercaron madre e hijo al típico fogón norteño y doña Micaela puso en manos de Doroteo un humeante plato lleno de carne con frijoles y algunas tortillas que el muchacho comió con visible apetito.
Es lo mejor que he probado en mucho tiempo...
Mientras haya una tortilla en esta casa, nos dará gusto compartirla contigo.
Ya cambiarán los tiempos, madre... Pero, ¿qué es lo que me quiere decir?
Doña Micaela no sabía cómo empezar. Finalmente, se dedicó a hablar.
Tu difunto padre, que Dios y María Santísima guarden en Santa Paz, fue hijo natural de don Jesús Villa, y por eso llevaba el apellido de su mamá, tu abuelita, que es el de Arango, y no el de Villa, que realmente le correspondía...
Quiere decir...
Que como tú y tus hermanos son hijos de matrimonio legítimo, por eso se apellidan Arango...
Muy interesante, madre. Pero por lo visto, mi padre debió haberse llamado Agustín Villa...
Exacto.
Entonces yo, para restaurar mi verdadero apellido paterno y para escapar de mis perseguidores, de hoy en adelante me llamaré... ¡Francisco Villa!
El joven fugitivo devoró el último bocado, tomó un sorbo de café de borbollón, abrazó efusivamente a doña Micaela, llamó a sus hermanas y al despedirse de ellas, les dijo:
Muchachas: Doroteo Arango ha muerto, pero en su lugar ha surgido Francisco Villa. ¡No lo olviden!
Se alejó a grandes zancadas de la casa materna y pronto su recia silueta se perdió entre las sombras de los jacales del poblado.
Pancho, el vengador, substituirá a Doroteo Arango, el perseguido.

***Fin de la primera parte***


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